Haz de luz

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-Luis, ¿tenés esperanza o querés tener esperanza?
-Tengo esperanza porque en ella están las únicas notas que interceptan el silencio. Cada nota es una esperanza, mientras que el silencio no posee ninguna esperanza más que la de ser una nota.




Francamente no me gusta redireccionar mucho la lectura del blog pero siento casi como un imperativo recomendar ESTA entrevista que dio Luis Alberto Spinetta al suplemento AdnCultura de La Nación el pasado domingo. Imperdible...


La usina de ritmos

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La Bomba de tiempo dejó de ser solamente una orquesta de diecisiete percusionistas para convertirse en una de las alternativas más interesantes del circuito porteño. Aquí, el fenómeno musical, social y conceptual.


No sucede de inmediato. Necesita de un tiempo de maduración física y emocional. El ritmo lentamente va librando las ataduras de la mente mientras que el cuerpo opera como antena receptora de los candentes ritmos de tambores que suenan aquí y ahora, pero que hacen eco en lo más básico de su ser. Así comienza el baile. Al abrir los ojos, postales de aires dulces, hombres en zancos, estudiantes, oficinistas, familias, turistas, malabaristas y artesanos completan el panorama con colores vivos. Dos mil personas se congregan en Ciudad Cultural Konex para disfrutar de un oasis en medio del concreto del Abasto y darle una nueva identidad al día que marca el calendario. Nada mal para un lunes a la noche.


Instrucciones para armar una bomba

La cabeza de Santiago Vázquez, fundador y líder de La bomba de tiempo, parece funcionar como un dínamo inquieto, donde las ideas se atropellan entre sí, no por torpeza sino por cantidad y grosor. El génesis de la agrupación es evidencia suficiente: el proyecto nació como una idea incluso antes de convocar al grupo. Su banda anterior, El colectivo eterofónico, contaba con más de diez integrantes con instrumentos de viento, cuerdas y percusión, y Vázquez ya estaba implementando un sistema de dirección en base a señas para componer en tiempo real. Esa experiencia fue la semilla que lo impulsó a visualizar una idea similar pero aplicada a un formato puramente percusivo, experimentando más sobre el ritmo, el groove y la invitación al baile como herramienta de comunión popular.

Sobre esta premisa comenzó a buscar los músicos indicados, que debían contar con gran entrenamiento técnico y ser hábiles en improvisación, respondiendo a conceptos complejos con naturalidad y fluidez porque, como define Vázquez, “para que sea escuchado con facilidad tiene que ser tocado con facilidad”. Lentamente fue armado una suerte de seleccionado con lo mejor del ambiente percusivo de Capital, Gran Buenos Aires y La Plata.

Para el director, ensamblar un grupo de estas características implica un gran esfuerzo, tanto musical como humano: “Este tipo de improvisación requiere de cierta humildad, porque somos muchos y cada uno toca mucho menos de lo que está acostumbrado a tocar por fuera de la banda. Esto demanda de cada uno una entrega muy importante, como una resignación del ego y al brillo personal”. La banda cuenta con diecisiete músicos, cada uno con sus raíces y bagaje musical, pero se ha realizado un gran trabajo para evitar la música de género, como puede ser la samba y el candombe. Porque La bomba busca un lenguaje musical particular, genuino, que no sea el reflejo de otra cosa, sino algo propio, de ese momento y lugar. Cada estilo es un nutriente, pero no el protagonista. No se trata de un muestrario de ritmos sino de una fusión.

En este sentido, tener un músico invitado idóneo cada semana no sólo aporta un valor agregado, sino que empuja las fronteras musicales y desafía a lograr armonía en un terreno que es propio y ajeno para todos. “Tener invitados es como un homenaje. En general son músicos que tienen estilos distintos, pero que cada uno viene aportando su arte a la cultura desde hace tiempo. Es gente que nos alegramos que exista. Más allá de que sean de nuestro agrado por una cuestión de estilos, son tipos que aportaron mucho y que siento que hay que mostrarle al público”, explica Vázquez. Así, compartieron escenario con figuras como el Chango Spasiuk, Liliana Herrero, Javier Malosetti, Lito Vitale y Hugo Fattoruso.

La idea de dirigir el ensamble con señas gesticulares fue inspirada por el conductor y compositor estadounidense Lawrence “Butch” Morris, quien implementó un sistema de este tipo en bandas y orquestas dentro del campo del jazz y la música experimental. Andrés Inchausti, uno de los músicos y directores que se sumaron a La bomba de tiempo, cuenta que “el lenguaje como tal no es complejo, es como aprender señales de tránsito. Si uno estudia, a la semana ya las conoce todas y después, con la práctica, se fijan. Lo verdaderamente difícil es hacer música con eso”.

Trabajar con polirrítmias y cambios de compases complejos no suele ser el camino hacia la masividad bajo los cánones tradicionales, pero Vázquez lo ve de otra manera: “Estas ideas son algo sofisticadas pero que no tienen que quedar en un lugar de elite. Siempre luché contra esa idea prefabricada de que la gente no puede consumir música que tenga cierta complejidad. Simplemente tiene que cumplir también con la necesidad de la persona que escucha”.




Genealogía del ritmo

En el caso de La Bomba, la necesidad que viene a cubrir es muy clara para los músicos. “Empecé a sentir que en Buenos Aires faltaba un grupo que, a nivel cultural y social, cubriera el rol que tienen las escolas do samba en Brasil o las murgas en Uruguay. En varios países ocurre este fenómeno donde hay grupos para bailar, pero que son para la gente, que no son un espectáculo”, confiesa Santiago Vázquez. Aquí la trinidad elemental: ritmo, baile, comunión.

Decir que el público de La bomba de tiempo es “particular” es una gran subestimación. Se trata más bien de un calidoscopio social, cultural y generacional que gana significado bajo el haz de luz de la percusión, y aún así esta definición resulta incompleta. Abajo del escenario conviven estudiantes, oficinistas, familias, músicos, curiosos, hippies, artesanos, performers y una cantidad de turistas que permitiría abrir sin problema una sucursal de las Naciones Unidas. La misma caracterización del público elude por completo a los miembros de la banda que, al mismo tiempo, buscan exactamente eso. “Yo sentía que faltaba una música de percusión que pueda ser de todos, no necesariamente de alguna clase social, de un estilo, de una tribu o de cierta zona de la ciudad. El ritmo no tiene clase social”, sostiene Santiago Vázquez. Alejandro Oliva, miembro de la banda, completa contando que “hay gente que va a escuchar la música, gente interesada en el sistema de señas, gente que simplemente va a bailar, gente que va a hacer sus performances… es como un universo multidireccional”.

El poder del boca a boca es una de las principales vías a la hora de legitimar la propuesta, promocionándola exponencialmente. Evidencia de esto es ver cómo pasaron de tocar acústicamente para cincuenta personas a necesitar sonido de recital para que cada tambor resuene con fuerza en los cuerpos de un público de más de dos mil que dicen presente lunes a lunes. En medio de todo esto, surge la gran tarea de dar cobijo a esta masa efervescente, empatizando al máximo con sus necesidades y deseos. Aquí entra en escena otro pilar del fenómeno: Ciudad Cultural Konex.

El productor Martín Lavini, ve cómo La bomba de tiempo fue creciendo junto predio cultural que oficia de hogar para la propuesta, donde pasaron de presentar espectáculos teatrales con seiscientas personas como máximo a tener que contener a más del triple cada lunes. “Obviamente tuvimos que ampliar el personal, generar estrategias de trabajo en cuanto al montaje, resoluciones frente a factores climáticos, como para poder adaptar todo a cualquier situación”, enumera. Las reglas del predio son atípicamente laxas para los estándares actuales de eventos masivos, pero funcionan muy bien. Se respeta el espacio y la privacidad de la gente, mientras esta no choque con el disfrute y la seguridad de los demás.

Afuera del predio cuentan con seguridad para ordenar la multitudinaria entrada y realizar los cacheos de seguridad. Una vez adentro, la gente puede acudir a la barra para comprar cerveza, que es vendida en vasos de plástico, y se puede fumar en el amplio patio, aunque no en lugares cerrados como las salas. Para mantener este orden, cuentan con personal de seguridad y gente de civil como referentes. Lavini explica: “Al principio, cuando empezás a usar más personal de seguridad, la persona que viene a relajarse siente una tensión, que después desaparece cuando entiende que esa figura no está para ir al choque sino para cuidar. Lo central es ver cómo estar sin hostigar y cómo hacerles entender que es por su bien. Por suerte la gente lo terminó comprendiendo”. Todos los miembros del staff están entrenados para operar en caso de cualquier tipo de siniestro, y “el público de La bomba es muy tranquilo para ser la cantidad que es. Eso mismo en un recital de rock genera un caos importante”.

Inevitablemente, Ciudad Cultural Konex es parte del fenómeno, por presencia y por asociación. Por un lado, su estética de fábrica abandonada traída de vuelta a la vida da una imagen cruda y una sensación de inmediatez total. Aquí el lugar es parte de la puesta, con una imagen congruente con la propuesta. Asimismo, se ha vuelto el centro de toda una escena, enlazando cada módulo artístico con sutileza, como afirma Lavini: “Se generó una movida cultural que es como una telaraña. Es un circuito que si se saca a La Bomba del Konex se rompe toda esa cuestión de tribu”.




Contagiándose de la energía del otro

Por su naturaleza, La Bomba de tiempo reafirma aquella doctrina de Heráclito que asegura que el hombre no se baña dos veces en el mismo río, aún cuando, en este caso, ya se hizo mar. Es por eso que cada semana se repite el ciclo de un público que va a ver algo que conoce, pero que a la vez siempre muta, evoluciona. La única constante es el cambio. A partir de esto es imposible realizar cualquier tipo de analogía con estilos de música como el rock, donde pueden repetirse temas de show a show. Ciertamente, este es uno de los máximos focos de atracción.

El fenómeno se completa con su público. Más allá de una necesidad económica para sostener el proyecto, hay hasta una cuestión artística que impulsa esa comunión y combustión. Alejandro Oliva cuenta que “todo el flujo energético que se da, sin la gente no tiene existencia alguna”. Santiago Vázquez remarca que la masividad era una meta desde antes de plasmar sus ideas a la práctica: “Toda la idea del proyecto tenía sentido si se podía convocar a mucha gente, no por una cuestión del éxito sino por esta idea de ocupar un espacio cultural. Fue pensado de esta manera. Ahora, que se dé así efectivamente es una de esas casualidades del cosmos. Uno pone la mesa para tantas personas. Que vengan o no siempre es una variable”.

Como todo aquello que se vuelve popular, es inevitable que el arte sufra de alguna u otra manera. Por momentos, parece ser reducido a una excusa para el encuentro y la socialización, negándole el respeto y la atención que merece la banda y la obra, convirtiendo la experiencia en un mero acto de presentismo. Como explica Inchausti: “Hay días que siento que podemos tocar cualquier cosa y la gente va a estar feliz igual, y eso no me halaga. Me gusta sentir que hay un público despierto”.

La música y el público viven una significativa retroalimentación, estableciendo, por momentos, pasajes casi dialógicos. Esto no escapa a la mirada creativa de los directores. Los climas a lo largo del show son tratados como paisajes en un viaje. “El principio del show es un momento donde podés experimentar más. Tenés un tiempo distinto a si los agarrás en la última media hora. Hay momentos en donde el grupo mira hacia adentro y momentos donde está más conectado con la gente y busca esa cosa de fiesta”, explica Andrés Inchausti. “Por eso nosotros tenemos que mantener un equilibrio entre lo que la gente espera de nosotros pero, al mismo tiempo, permitirnos un grado de experimentación. El público, aunque sea inconscientemente, te predispone a repetir lo que funcionó en el pasado, y hay que luchar contra eso”, agrega Vázquez.
Inchausti analiza: “Lo que sí te digo es que cuando es tremendo, una de esas noches que no se puede creer, lo siente todo el mundo. No pasa desapercibido”. No por nada cada show termina con el efusivo pedido de la banda para que la gente salga tranquila y no se quede tocando instrumentos por el barrio, por respeto a los vecinos. Así, las palabras buscan amortiguar una explosión alimentada semana a semana, pero que remite a la esencia del hombre: ritmo, baile, comunión. Nada mal para un lunes a la noche.



Martín Santoro
04.07.2008



* Esta nota fue publicada en la revista Clase Ejecutiva, del diario El Cronista Comercial. Noviemre 2008, nº54

Mitch Mitchell: 09/07/1947 - 12/11/2008

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